Soledades Sonoras y mitos de justicia
“La instalación representa una vía de salida al espacio pintado del ilusionismo y pone en práctica uno de los propósitos fundamentales del modernismo, el de llevar el arte a la realidad.”
Amnon Barzel (2001)
El género de la instalación¸ como uno de tantos en la producción artística, lleva carrera larga en su desarrollo y numerosas cabezas se han puesto la tarea no sólo de realizarla sino también de definirla. Concha Jerez, instaladora española, explica a su manera que “surge como una expansión de la tridimensionalidad, con la notable diferencia respecto de la escultura de que los ejes respecto a los cuales se organiza la materia no son ya exclusivamente internos a la obra sino también exteriores a ella, pues uno está vinculando al espacio mientras el otro coincide con el meramente constructivo de los elementos que conforman la instalación.”
En la estructura de las artes visuales, se reconoce que hay formatos bidimensionales (fotografía, gráfica, pintura) y tridimensionales (escultura, arquitectura, instalación). La instalación se diferencia de la escultura en que esta última se propone el manejo de los volúmenes, la ocupación o formación de espacio a partir de la materia. En cambio, en la instalación la obra es el espacio, más sus elementos “agregados”. El soporte es el mismo espacio (el arquitectónico, por ejemplo) y los elementos con los que se interviene. La obra de arte no acaba cuando está montada, sino que se realiza cuando es experienciada por nosotr@s el público.
Al hablar de la foto-instalación Soledades sonoras. 27 años, 8 meses, 14 días de Vida Yovanovich, lo anterior ha de tomarse en cuenta al preguntarnos sobre qué hace una fotógrafa elaborando instalaciones cuando su dominio artístico es la imagen. La sala 11 del Centro Cultural Clavijero es sede de este montaje fotográfico que, por su carácter instalativo, pretende acercar la experiencia del arte a la realidad: hacernos atravesar por los relatos de mujeres acerca de sí mismas y la situación de cárcel que viven, plantarnos frente a ellas y mirarles los ojos, advertirlas en fila y de frente, leer lo que a la fotógrafa contaron. No es una exposición sobre mujeres en reclusión; se pretende dirigir la mirada hacia lo que sucede en el transcurso de la vida de una persona hasta arrastrarla a ser recluida en una cárcel.
En un texto de pared, Elizabeth Ferrer escribe que “la motivación más profunda de Yovanovich es la de evocar la esencia de los individuos que ha llegado a conocer, para iluminar el carácter de la humanidad.” Iluminar, diríamos, con luz, con fotografía que se puede ver tanto en los pequeños y contrastados encuadres del corredor inicial como en las imágenes del audiovisual en la parte media de la muestra.
El tamaño de las primeras imágenes ha incomodado al público, que comenta espontáneamente que son demasiado pequeñas, hay mucho detalle que se pierde en las apretadas habitaciones ocupadas por guadalupanas, crucifijos, latas, botellas con flores y ropa arremolinada, corrosión de muros y aire respirado muchas veces. Sin embargo corresponden a la lógica de semejar mirillas de celdas, notando que están montadas en mamparas grises que custodian un apretado pasillo.
El contenido del audiovisual es desconcertante. Los testimonios de las mujeres reclusas dibujan historias de vida que develan no sólo el contexto de su encarcelamiento, también sus experiencias vitales, como personas y como mujeres. Los límites que definen cualquier noción establecida de Justicia se diluyen ante los testimonios que, sobre la base de la confianza y confidencia, entregaron a Vida las personas de quienes no conocemos nombre.
Muchas de ellas se encuentran presas por el asesinato de sus maridos. Hablan precisamente de eso: “Veintiséis años me dieron. Yo tenía catorce cuando me junté con él. Él hacía la milpa. Él se buscó otra, ya no quería conmigo. A él no le gustaba que platicara con nadie. Yo tengo hijos con él y yo pensé “va a cambiar”, pero no cambió. Ahorita ya no lo quiero porque ya está muerto.” Otra de ellas comenta: “Cuando me junté con el papá de mis hijos yo tenía diecisiete años y luego luego fue empezar a golpearme.”
Unidas en temprana juventud con sus parejas se encontraron con actitudes de maltrato y violencia. Muchas se “juntaron” por su voluntad, pero otras no. Una mujer cuenta que su madre murió cuando tenía 6 años y su padre le abandonó con una tía suya. “Mi papá regresó cuando yo tenía catorce años. Él me vendió con el papá de mi hijo. Yo no sabía por qué me llevaba, yo lloraba. Me amarró las manos y me tapó la boca para que no gritara. Me asusté pues la sábana quedó manchada de sangre, a mí nadie me había explicado nada. Yo quedé embarazada de mi hijo.”
A pesar del poderoso carácter desplegado por algunas voces en el audiovisual, la vulnerabilidad es una constante de los relatos. Engaños, extorsiones, maltrato físico, violencia psicológica, borracheras y golpes; pleno terreno del desamor, del surgimiento de la necesidad por sobrevivir. Desde esa vulnerabilidad se respondieron las agresiones: “Llegó el límite de… que como me golpeaba mucho, tuve que hacerlo. Con lo que él me pegaba yo le pegué. Me arrepentí y me arrepiento con Dios, pero ya está hecho, ya ni modo. Tomaba, y cuando tomaba mucho, me desconocía y me golpeaba. Cuando él volvía en sí, como si nada… ya con un perdón y una disculpa quería arreglarlo todo. Y a mí pues se me fue grabando todo eso.”
Las mujeres retratadas en la última sala de la exposición hablan desde su sentimentalidad, desde sus relaciones con otros. Después de consecutivas relaciones, vigentes aún estando en el reclusorio, en la que es golpeada, una joven cuenta: “No sé por qué soporto que me golpeen. Me abrió el labio y el ojo, dice que soy caprichosa porque no hago lo que él quiere… Cuando estoy con él ni siquiera hacer del baño me deja, ahí está en el baño conmigo, o sea que yo no soy libre.”
Son culpables por matar maridos que las golpean, someten, violan, engañan, sobajan, degradan, explotan. Son reclusas por responder con animalidad cuando se les da el trato dirigido a los animales de castigo, si es que existen. Se les castiga por su delito. En el caso de casi todas, su delito fue nacer mujeres en un mundo de hombres que las quisieron dominar y la sentencia llevaba operando antes de su juicio formal. Las historias tienen sus matices, la idea de la justicia puede descubrirse sostenida por mitos, el confinamiento de 27 años, 8 meses con 14 días corona vidas previamente aprisionadas en círculos de violencia. La exposición nos confronta de formas variadas con todo aquello que la instalación sonora y visual, bien acompañada de penumbra, deposita en la sala.
Soledades sonoras permanecerá en el Centro Cultural Clavijero hasta el 15 de noviembre.
Publicado en el suplemento Cambio de Letras
Periódico Cambio de Michoacán
8 de noviembre 2009
Amnon Barzel (2001)
El género de la instalación¸ como uno de tantos en la producción artística, lleva carrera larga en su desarrollo y numerosas cabezas se han puesto la tarea no sólo de realizarla sino también de definirla. Concha Jerez, instaladora española, explica a su manera que “surge como una expansión de la tridimensionalidad, con la notable diferencia respecto de la escultura de que los ejes respecto a los cuales se organiza la materia no son ya exclusivamente internos a la obra sino también exteriores a ella, pues uno está vinculando al espacio mientras el otro coincide con el meramente constructivo de los elementos que conforman la instalación.”
En la estructura de las artes visuales, se reconoce que hay formatos bidimensionales (fotografía, gráfica, pintura) y tridimensionales (escultura, arquitectura, instalación). La instalación se diferencia de la escultura en que esta última se propone el manejo de los volúmenes, la ocupación o formación de espacio a partir de la materia. En cambio, en la instalación la obra es el espacio, más sus elementos “agregados”. El soporte es el mismo espacio (el arquitectónico, por ejemplo) y los elementos con los que se interviene. La obra de arte no acaba cuando está montada, sino que se realiza cuando es experienciada por nosotr@s el público.
Al hablar de la foto-instalación Soledades sonoras. 27 años, 8 meses, 14 días de Vida Yovanovich, lo anterior ha de tomarse en cuenta al preguntarnos sobre qué hace una fotógrafa elaborando instalaciones cuando su dominio artístico es la imagen. La sala 11 del Centro Cultural Clavijero es sede de este montaje fotográfico que, por su carácter instalativo, pretende acercar la experiencia del arte a la realidad: hacernos atravesar por los relatos de mujeres acerca de sí mismas y la situación de cárcel que viven, plantarnos frente a ellas y mirarles los ojos, advertirlas en fila y de frente, leer lo que a la fotógrafa contaron. No es una exposición sobre mujeres en reclusión; se pretende dirigir la mirada hacia lo que sucede en el transcurso de la vida de una persona hasta arrastrarla a ser recluida en una cárcel.
En un texto de pared, Elizabeth Ferrer escribe que “la motivación más profunda de Yovanovich es la de evocar la esencia de los individuos que ha llegado a conocer, para iluminar el carácter de la humanidad.” Iluminar, diríamos, con luz, con fotografía que se puede ver tanto en los pequeños y contrastados encuadres del corredor inicial como en las imágenes del audiovisual en la parte media de la muestra.
El tamaño de las primeras imágenes ha incomodado al público, que comenta espontáneamente que son demasiado pequeñas, hay mucho detalle que se pierde en las apretadas habitaciones ocupadas por guadalupanas, crucifijos, latas, botellas con flores y ropa arremolinada, corrosión de muros y aire respirado muchas veces. Sin embargo corresponden a la lógica de semejar mirillas de celdas, notando que están montadas en mamparas grises que custodian un apretado pasillo.
El contenido del audiovisual es desconcertante. Los testimonios de las mujeres reclusas dibujan historias de vida que develan no sólo el contexto de su encarcelamiento, también sus experiencias vitales, como personas y como mujeres. Los límites que definen cualquier noción establecida de Justicia se diluyen ante los testimonios que, sobre la base de la confianza y confidencia, entregaron a Vida las personas de quienes no conocemos nombre.
Muchas de ellas se encuentran presas por el asesinato de sus maridos. Hablan precisamente de eso: “Veintiséis años me dieron. Yo tenía catorce cuando me junté con él. Él hacía la milpa. Él se buscó otra, ya no quería conmigo. A él no le gustaba que platicara con nadie. Yo tengo hijos con él y yo pensé “va a cambiar”, pero no cambió. Ahorita ya no lo quiero porque ya está muerto.” Otra de ellas comenta: “Cuando me junté con el papá de mis hijos yo tenía diecisiete años y luego luego fue empezar a golpearme.”
Unidas en temprana juventud con sus parejas se encontraron con actitudes de maltrato y violencia. Muchas se “juntaron” por su voluntad, pero otras no. Una mujer cuenta que su madre murió cuando tenía 6 años y su padre le abandonó con una tía suya. “Mi papá regresó cuando yo tenía catorce años. Él me vendió con el papá de mi hijo. Yo no sabía por qué me llevaba, yo lloraba. Me amarró las manos y me tapó la boca para que no gritara. Me asusté pues la sábana quedó manchada de sangre, a mí nadie me había explicado nada. Yo quedé embarazada de mi hijo.”
A pesar del poderoso carácter desplegado por algunas voces en el audiovisual, la vulnerabilidad es una constante de los relatos. Engaños, extorsiones, maltrato físico, violencia psicológica, borracheras y golpes; pleno terreno del desamor, del surgimiento de la necesidad por sobrevivir. Desde esa vulnerabilidad se respondieron las agresiones: “Llegó el límite de… que como me golpeaba mucho, tuve que hacerlo. Con lo que él me pegaba yo le pegué. Me arrepentí y me arrepiento con Dios, pero ya está hecho, ya ni modo. Tomaba, y cuando tomaba mucho, me desconocía y me golpeaba. Cuando él volvía en sí, como si nada… ya con un perdón y una disculpa quería arreglarlo todo. Y a mí pues se me fue grabando todo eso.”
Las mujeres retratadas en la última sala de la exposición hablan desde su sentimentalidad, desde sus relaciones con otros. Después de consecutivas relaciones, vigentes aún estando en el reclusorio, en la que es golpeada, una joven cuenta: “No sé por qué soporto que me golpeen. Me abrió el labio y el ojo, dice que soy caprichosa porque no hago lo que él quiere… Cuando estoy con él ni siquiera hacer del baño me deja, ahí está en el baño conmigo, o sea que yo no soy libre.”
Son culpables por matar maridos que las golpean, someten, violan, engañan, sobajan, degradan, explotan. Son reclusas por responder con animalidad cuando se les da el trato dirigido a los animales de castigo, si es que existen. Se les castiga por su delito. En el caso de casi todas, su delito fue nacer mujeres en un mundo de hombres que las quisieron dominar y la sentencia llevaba operando antes de su juicio formal. Las historias tienen sus matices, la idea de la justicia puede descubrirse sostenida por mitos, el confinamiento de 27 años, 8 meses con 14 días corona vidas previamente aprisionadas en círculos de violencia. La exposición nos confronta de formas variadas con todo aquello que la instalación sonora y visual, bien acompañada de penumbra, deposita en la sala.
Soledades sonoras permanecerá en el Centro Cultural Clavijero hasta el 15 de noviembre.
Publicado en el suplemento Cambio de Letras
Periódico Cambio de Michoacán
8 de noviembre 2009
Incluso lo pqueño, triste, incómodo y doloroso tiende a convetirse en lo mejor que un humano tiene para mostrar, por que suele ser lo más sincero.
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