Memoria y muerte perpetua

Naturaleza Umana, de Belsay Maza; Archivo muerto, de Francisco Méndez; y Mi naturaleza muerta, autorretrato de Isela Mora.

La naturaleza muerta es un género en las artes tan antiguo como los murales de Pompeya. En aquellos muros de colonia romana conservados durante siglos por las cenizas de un volcán, se pintaban paisajes, animales, escenas de los placeres de hombres y mujeres, las viandas que les acompañaban; ilustraban las delicias de los habitantes, su inclinación por el deleite que constantemente llegaba a su fin. El ciclo del placer y el dolor es incesante, continuo.
Bodegón, Naturaleza Muerta, Vanitas y otros nombres –cada uno con sus diferencias- son los que reciben estas imágenes compuestas por objetos perecederos, mortales, corruptibles. Frutos, restos humanos y animales, objetos con los que se procesan todas estas cosas -cuchillos, cucharas, platos, recipientes- establecen una base visual para la manifestación del paso del tiempo, la intensificación de un momento dentro del largo –no tan largo- camino hacia la muerte, la descomposición, el fin de la existencia particular.
Desde el primero de septiembre y hasta el 10 de octubre, Fabrica de Imágenes exhibe una muestra colectiva de fotografía con título Naturaleza Muerta. En una exposición como esta, la fotografía contemporánea se apropia de un lenguaje usualmente atribuido a la pintura, otorgándole una amplia gama de interpretaciones al nombre del género, algunas más literales, otras simbólicas y algunas con un sentido de actualidad en el panorama de violencia que nos circunda y habita.
Hay imágenes que adquieren el lenguaje de la pintura para ofrecer sus encuadres e intenciones. En Naturaleza Umana (sic), Belsay Maza configura en un marco de generosas proporciones la cabeza de un hombre mayor apoyado sobre un plato metálico. Sus ojos cerrados, el cabello arreglado y su verruga en la mejilla, la barba a medio crecer, la calma de su gesto contribuye para el silencio a la vista. Es una escena cruel y delicada, pero no hay una gota de sangre, el rojo único está en la manzana que, también redonda pero más pequeña, se apoya en la mesa cubierta por el mantel desarreglado. Maza, con cada vez más constancia, investiga sobre la pintura y sus maneras para configurar su fotografía. No emula la pintura, sino que codifica sus procesos.
Con carácter menos pictórico, pero conservando la configuración de la naturaleza muerta como la construcción de situaciones que indican fragilidad y corruptibilidad orgánica, Alejandro Saavedra exhibe dos imágenes sin título. La primera como el corte transversal de una fruta de corazón espinoso, la segunda como féretro textil de un feto coronado con espinas, aludiendo a la muerte pequeña, la infancia fallecida en arreglo funerario de cargado sentido religioso. Se abre el espectro para la reflexión sobre la muerte uterina, el aborto, su moralidad y condición compleja. En un arreglo museográfico bien planeado, al otro extremo del pasillo donde estas fotos se encuentran, Elsa Escamilla exhibe La muerte niña, un santo niño en ropajes blancos y rojos rodeado por velas y una cama de flores y hierbas. A pocos metros Escamilla nos relata lúdicamente la caída de los ídolos, el fin de los íconos culturales de poder en la personalidad de Superman desintegrándose en un mar de kriptonita. Aquí las fronteras de la fotografía son forzadas ante la percepción del espectador, y lo que parece un juego de ilustración en realidad es un juego de foto-collage que es familiar a la fotógrafa por su formación profesional y académica, próxima a los collages de Lola Álvarez Bravo y que pocos autores exploran.
Francisco Méndez no es fotógrafo exclusivamente. Con experiencia en la instalación y el video, sus obras cobran cada vez mayores tintes conceptuales y ello se nota en sus impresiones de cianotipia sobre poemario. Archivo muerto imprime fotogramas de hojas de árboles sobre tres páginas de un libro viejo. El autor, Pablo Neruda. El tema, las américas y su carácter. La cianotipia es una forma de imprimir una fotografía por contacto que asemeja a la pintura porque todo papel puede imprimarse para que sea fotosensible y así, literalmente, escribir con la luz. De manera que hojas sobre hojas constituyen un objeto donde texto e imagen se encuentran a un mismo nivel de visualidad, pero también árboles y libros se deshojan y así mueren o transitan hacia otras formas de existencia.
Elsa Escamilla, coordinadora cultural de esta escuela de fotografía, cita en su texto introductorio una reflexión de Rosa Olivares sobre la naturaleza muerta como configuración simbólica. “El sentido esencial de su representación formal, de la comida real, de los elementos que la componen, calaveras, velas, animales, desde las frutas hasta los libros, todo ello dispuesto sobre una mesa, evoluciona oscilando de lo puramente alimenticio hasta esa idea más ligada a una ‘alimentación del espíritu y del intelecto’ y está, sobre todo, poniendo sobre la mesa todo aquello que vamos a perder. Nos habla del paso del tiempo, de todo lo que el tiempo nos va a quitar, de la muerte y de la pérdida. El paso del tiempo destruirá la hermosura de estas frutas y pudrirá la carne de estos animales. La vela, el reloj, el libro, la calavera, son más claramente explícitos de que el tiempo se acaba”.
A esta lectura de la construcción de un escenario culinario y orgánico en degradación, se suma otra visión sobre la naturaleza muerta como la perpetuación de un instante que simbólicamente elude la muerte pero que, al mismo tiempo, ejercita la memoria. A este respecto Avelina Lésper, en su columna del sábado anterior en el suplemento Laberinto del diario Milenio, escribe: “La memoria es involuntaria, hay ideas e imágenes que saltan sin que podamos controlarlas y otras que buscamos en la mente y no aparecen, se esconden para surgir cuando ya no las necesitamos. Los recuerdos se deforman con el tiempo, la emoción los pervierte, no los deja intactos, los hace más extraordinarios o mezquinos. Esa guarida infiel que es la memoria no los respeta y se divierte ultrajándolos. La naturaleza muerta disciplina a la memoria. El pintor fetichista del tiempo monta la escena inmóvil para recrearla, detiene su degeneración y la perpetúa intacta. Esta imagen hace que tomemos conciencia de la belleza del devenir cotidiano […] El silencio habita la escena, a pesar del escandaloso rojo de las frutas, la luz se filtra a través del vaso y choca con la pared […]El arte le gana a la vida una de sus crueles disyuntivas: la muerte. Esas fresas nunca se van a pudrir, esas flores no se van a secar, son eternas […]Y sucede que en esta recreación los objetos adquieren un valor inmenso, la contemplación del animal muerto, de su piel que pierde brillo, los ojos abiertos, y un pichón que sangra recargado en él, rodeados de frutas. La naturaleza muerta es un altar al tiempo, redimensiona el sentido de la memoria y de la muerte: recordar.”
El eterno retorno de la antigua relación entre fotografía y memoria reaparece. Recordar para no morir, vivir para transitar entre los caprichos de la memoria. Pedro Meyer diría: Fotografío para recordar.

Publicado en el suplemento cultural Letras de Cambio.
Diario Cambio de Michoacán.
11 de septiembre 2011

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